sábado, 21 de julio de 2012

Tiempo.

Otro de mis viejos premios de narrativa, inspirado gracias a un antiguo amigo.

"TIEMPO

Quizá mañana el brillo del sol tenga un tono diferente. A lo mejor esta noche la luna tenga un gris distinto. Quizá el cielo dentro de unas horas se vea más anaranjado que los demás días. A lo mejor dentro de unas horas no son las ocho y son las nueve. Mientras más rápido pase el tiempo mejor. Mientras los minutos inmensurables algún día se terminen no importa lo que ahora esté haciendo o lo que haga la semana que venga.
Voy andando por la calle sola, como la mayoría de las veces, con mi reproductor de música puesto, como la gran mayoría de las veces, y con mi violín tras la espalda, como todas las veces. No hay día que no salga con él. Hace que me sienta segura, hace que me sienta bien, hace que me sienta eterna mientras los segundos son incesables, efímeros, quietos, veloces.
La gente no para de mirar a su alrededor mientras yo me entretengo en las agujas de mi reloj.
Voy sin destino. No sé dónde pararé, o dónde torceré. No sé si pararé. No sé qué habrá detrás de esa esquina o más allá de la rotonda de la izquierda. No sé si me voy a sentir con las fuerzas suficientes de seguir mi camino. Mi camino…
Mi camino se va perdiendo entre los pasos ajenos a la realidad. Se siente solo, abandonado, y ahora más que nunca tiene ganas de encontrar una meta que indique su final. Su punto final. Pero no deja de encontrarse con comas, con puntos y comas, con puntos seguidos, con renglones infinitos, con hojas y más hojas de escritos, de escritos perdidos, escritos que se volaron con el son de las circunstancias, con el son de lo que un día quise llamar vida.
Pero, al fin y al cabo, aunque quisiera, sin saber si era o no, la llamé vida. De una forma u otra, era vida, pero quizá no la mía. Quizá esta vida somnolienta se perdió hace algunos años. Quizá esta vida al quedarse vacía perdió su sentido, su razón. Quizá marcharse no fue el mejor remedio de esta enfermedad, una enfermedad que me corroe, que insiste, que no cesa… La soledad…
Nunca me he parado a pensar en la de veces que he podido citar la palabra soledad a lo largo de mis años. ¡Y qué triste es ir acompañada a todos lados de la soledad!
Por primera vez en meses, o en días, o quién sabe hace cuánto tiempo, alguien me para por la calle, alguien interrumpe mi ritmo.
—Perdona, cariño, ¿podrías ayudarme a subir a mi piso estas bolsas? —Una anciana menuda y rugosa me mira con sus ojos fríos y claros mientras su pelo canoso se ondea con el viento.
—Sí, déme las bolsas, señora.
Me introduce tímidamente en un edificio antiguo, con las paredes corroídas por la humedad y el tiempo, con un ascensor estropeado, y con unas escaleras de espiral que parecen interminables. Un escalón tras otro y tras otro. Pero quizá así podré entretenerme en ir contándolos. Así ya no miraré con tanto deseo que las agujas del reloj pasen rápidas. O, aún mejor, quizá cuando mire el reloj habrá pasado tanto tiempo que incluso las agujas podrían haber desaparecido, y con ellas el tiempo se habría esfumado, para siempre… ¿Para siempre?
Ya hemos llegado a su puerta. Ella no me lo dice, pero lo deduzco ya que está sacando un manojo de llaves doradas. Me conduce hasta su cocina. Me sonríe agradecida y me ofrece una taza de té. Nada de té, ni de cafés ni de zumos. Ni siquiera agua. Sólo me apetece seguir contando escaleras, o quizá dejar de contarlas…
Cuando me acompaña a la salida de su piso me insiste en que tome algo con ella, pero por segunda, tercera o cuarta vez he de darle una negativa. Y, mientras, no se me ocurre otra idea que probar a ver si el ascensor estropeado me abre sus puertas.
Una vez la señora dentro, cierro mis ojos, doy unos pasos y respiro fuerte. “¿Sabes qué estás haciendo? Pero, ¿qué pretendes con eso?”
No pienso en suicidarme, ni mucho menos. Sólo necesito tiempo. “Espera, ¿tiempo?”. Estoy obsesionada con el maldito tiempo. Me quito el reloj, tiro el móvil por el buzón de la puerta de la señora a la que he ayudado y pulso el botón de bajada del ascensor.
No tengo esperanza alguna de que se abra el ascensor, pero quién sabe, a lo mejor hay alguna hipotética posibilidad entre mil de que tenga suerte. Y ahí están, esas puertas oxidadas abriéndose ante mí.
Entro en el ascensor con una media sonrisa. Y qué maldita casualidad que en un día ya es la segunda vez que interrumpen mi ritmo y me obligan a quitarme de nuevo la música de mis oídos.
—Chica, creo que se te ha caído este reloj.
—¡No! No es mío.
—Pero si he visto cómo se te caía.
Intento entrar del todo en el ascensor antes de que aquel chico quiera incitar de nuevo en darme el reloj y en devolverme el maldito tiempo. Pero oigo como unos pasos incandescentes me siguen y después cómo las puertas del ascensor se cierran, encarcelándome en él. Pero, en este momento no sé a qué palabra sustituye el pronombre él. ¿Al ascensor? ¿Al tiempo? ¿Al chico?...
Se acerca a mí con sigilo y con mi reloj en la mano. ¿Es esto una señal? El tiempo regresa a mí, pero esta vez no viene solo como las otras muchas veces. Está acompañado, además de una de las miradas más hermosas y tristes que he podido ver en mi vida.
De repente se apaga la luz y se oye un ruido estrepitoso en el corazón del ascensor.
—Vaya, parece que se ha quedado atascado de nuevo —me dice mientras sonríe.
Me siento en el suelo y pongo el violín debajo de mis rodillas mientras me voy apoyando en ellas. Él se sienta a mi lado y me arranca el instrumento de donde yo lo había puesto.
—¿Sabes tocar la banda sonora de La vida es bella? —me preguntó.
—Sí sé, es una de mis películas favoritas.
Pero ahí me he equivocado. He cometido uno de los mayores errores de toda mi vida. El tiempo no ha vuelto con este chico, no. Creo que todo se ha quedado congelado. Miro mi reloj, que aún está en sus manos, y veo cómo las agujas aún siguen su curso. Y entonces le miro a él, que me habla, sin cesar, y me sonríe. Y entonces acabo de darme cuenta de que esta obsesión por el tiempo ha desaparecido un poco. Nunca me he parado a pensar en la de veces que he podido citar la palabra tiempo a lo largo de mis años.
Y ya, ya no sé qué hago en este lugar. Ya no sé qué comí este medio día o qué libro me leí la semana pasada. Ya no recuerdo qué carrera estudié, ni quién fui en mi pasado. Sólo sé que mi camino ha encontrado dos puntos en medio de su carrera. Dos puntos que indicarán un antes y un después.
Pero el ascensor se pone en marcha de nuevo y nos baja hasta la primera planta.
—Bueno, han sido unos veinte minutos de lo más agradables. Espero volver a encontrarme tu reloj tirado en el suelo.
Y ya, ya se ha ido. Todo lo que aquí he paralizado, todo lo que he pensado, todo lo que ha cambiado, ha vuelto a su sitio. Sigo siendo la misma chica solitaria de siempre. Y vuelvo a coger mi ruta cotidiana de no ir a ningún lado, a ninguna parte. Pero de repente me viene una idea rompedora a mi mente. El ascensor, esa única bifurcación que he encontrado desde muchos años atrás hasta hoy.
Y vuelvo a entrar en él. Esta vez sola. Dejo el reloj en la puerta del ascensor y me sumerjo en él. No sé cuánto tiempo me quedaré aquí. No sé qué correrá por mi mente en los minutos siguientes que me esperan. No sé dónde parará, o dónde torcerá. No sé si parará.
En realidad ahora no sé nada. Nunca he sabido nada. ¿Tuve un pasado? ¿Tuve felicidad? ¿Tuve paz? ¿Tuve padres? ¿O en verdad sólo estoy aquí para ocupar espacio?, espacio y tiempo… Ya no, ya no lo sé.
Y quiero dejar de pensar, es más, voy a dejar de pensar. Que mis sueños sigan su propio curso. Pero sólo me plantearé una cosa más antes de cerrar los ojos.
¿Cuánto tiempo estaré aquí?
Y ya mi mente se convierte en una turbina con problemas y pierdo la noción de todas las cosas. Abro el tórax que contiene el corazón del ascensor, y desconecto algunos cables.
Pero sólo me planteo una cosa más antes de cerrar los ojos: esto es para siempre… ¿Para siempre?



Ni mucho menos. Sólo necesito tiempo. “Espera, ¿tiempo?”…"

E.R.M.

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