jueves, 22 de marzo de 2018

Me quedé dormida.

Me quedé dormida en la calle. Me quedé dormida esperando ver tus ojos aparecer por las esquinas. El aire gélido resbalaba por mi piel como hojas verdes en la nieve. El cielo estaba apagado, la luna no quiso despertarse aquella noche. Ni siquiera las estrellas tuvieron aliento suficiente para brillar. El cielo agobiantemente negro reflejaba los secretos de mi pecho. Mis ojos de mar y tierra se estaban convirtiendo en piedra. Obsidiana fría con grietas de horizonte.
Desde que te fuiste dibujé tus pasos repetidamente sobre el asfalto. Subías las escaleras, me cogías en volandas y compartías conmigo el aire de tus pulmones. Tus labios volvían a poner sobre mis mejillas el mundo entero. Y de repente tus rizos, tus ojos y tu boca se desvanecían al sol del viento. Volatil, helado, sin vaivén, para no volver. Pero tu reflejo se rompía otra vez en mis entrañas y tus quimeras se divertían enloqueciendo mis suspiros. Mis músculos empezaban a gritar desesperadamente. Tanto frío que los poros de mi cuerpo se deshilachaban de mi piel. Nada comparable al frío que tu ausencia clavaba en mis pupilas. 
Ojos bien abiertos. Mirada fija, viendo todo sin ver nada. Los faros de un coche que se encendían. La luz de las ventanas que se apagaban. Los transeúntes con sus ojos sorteándome. Dagas en mi pecho procedentes del eco de tu risa, del sabor de tus rincones, del fervor de tus caricias. 
Una plaza gris y desolada y yo en mitad de la nada esperando que volvieras mientras el tiempo se empeñaba en volar y a ti que volar conmigo te daba pánico.
Ojos bien abiertos. Mirada fija. Mente dispersa. Corazón ansioso. Esperanzas dormidas.