martes, 8 de diciembre de 2015

Tropieza, pero no pares.

A veces me cuesta reconocer que soy de esas típicas personas que no dejan de tropezarse una y otra vez con la misma piedra. Una y otra vez. Una y otra vez... Y me da tantísima rabia... Me llego a sentir verdaderamente estúpida. Pero en fin. Innegable. Así soy yo.
El proceso suele resultar muy jodido en algunas ocasiones. Una pregunta me ronda continuamente la cabeza: "¿ya estamos en las mismas otra vez?". Me agobio. Me abrumo. Me automatizo. Me frustro. Me vengo abajo (muy abajo). Me enfado (me enfado mucho). Y nunca me doy cuenta de ese pequeño y fugaz punto de inflexión que me hace abandonar esos pensamientos irracionales y me devuelve a la vida real. Puedo seguir sintiendo dolor (a veces lloro y cada lágrima derramada es como un trozo de alma, de vida, de alegría que se me va). Puedo seguir sintiendo rencor, incluso cólera. Pero todo eso pasa a un segundo plano, porque ese pequeño y fugaz punto de inflexión me hace entender que de cada tropiezo aprendo algo nuevo que me hace más fuerte, más sabia, incluso más bella. Aprendo que es imposible mantenerse siempre en línea recta. Que por muy en picado que vayan a veces la cosas, alcanzar la cima no es tan difícil si el sentimiento de querer llegar a ella es sincero y profundo. Que incluso el que cree que va a estar toda su vida en la cima caerá, y esa será una caída peor que la de los que nos tropezamos continuamente. Porque gente como nosotros sabemos volar pero manteniendo los pies en la tierra. Sabemos seguir hacia adelante. Sabemos valorar lo fantástica que puede ser la vida. Sabemos que algún día seremos protagonistas de algo maravilloso. Sabemos encontrar la alegría hasta en los lugares más recónditos. Y eso nadie, ni nada (ni siquiera el mayor de los tropiezos) tiene el derecho de arrebatárnoslo.




viernes, 18 de septiembre de 2015

Fuego.

Me encantaba sentarme allí, en mitad de la nada, admirando cómo al atardecer el sol convertía en fuego la hierba, los árboles, el agua, el cielo. Ese color rojo intenso se me clavaba en el pecho, y por fin podía sentirme bien. Vacía, sí. Pero bien. Porque no había nada, sólo naturaleza. Y la naturaleza puede ser devastadora, pero mucho menos devastadora que el daño que puede llegar a hacerte un ser humano.





domingo, 21 de junio de 2015

Uno y no más.

He de reconocer que no soy de las personas que piensan que la vida es corta. 
No sé si es corta o larga, no me paro a pensarlo, ni me paro a medirla en segundos, minutos ni horas, ni siquiera en momentos. 
Soy de las personas que viven los segundos, minutos, horas e incluso los momentos sin más: no los cuestiono, no los cuento, ni los evalúo. Sólo los vivo.

Eso sí, los vivo como si cada uno de ellos fuera el último. Como si ya no volviera a ver el sol al amanecer, o no volviera a probar unos labios que me hicieran perder la cabeza. Como si jamás volviera a recorrer las calles vacías en la profunda madrugada, cuando todo el mundo duerme y nadie más se preocupa por respirar.

Los vivo como si el mañana no existiera, como si temiera que fuera la última vez que respiro este aire impuro y corrompido, intentando exprimir cada sensación, cada emoción, cada sentimiento. Como si las estrellas fueran a desaparecer de un momento a otro del firmamento y mis ojos no pudieran acostumbrarse a tanta oscuridad y desolación. Como si el viento dejara de dibujar olas en el mar y mi cuerpo desnudo no pudiera disfrutar del vaivén de su libertad.

Los vivo como si fuera la última vez que escuchara a la brisa transportar la música de los pájaros y los árboles al bailar, como si no volviera a quedarme dormida a la intemperie en el césped mojado en plena noche de verano, como si mis pies estuvieran gritándome que van a dejar de caminar. 

Los vivo pensando que cada experiencia es única e irrepetible, efímera y pura. 
Los vivo como si me diera miedo dejar de hacerlo.



sábado, 31 de enero de 2015

Identificarse.

"Qué pena de los que hablan sin saber, de los que acallan sus bocas con palabras vacías que no dicen nada y con silencios eternos que lo dicen todo, de los que no se atreven a dar el paso, de los que no se adentran en el camino porque allá a lo lejos han visto la señal de peligro, de los que tienen miedo a las noches en vela, a los abrazos en frío, a los atardeceres en soledad y a las declaraciones de amor.

Qué pena de los que se ciegan con el orgullo, el recelo o la mediocridad, de los que esperan actos divinos que terminen lo que ellos no fueron capaz ni siquiera de empezar, de lo que esconden la mano antes incluso de haber tirado la piedra, de los que infravaloran la sinceridad, de los que no pueden decirte la verdad si te miran a los ojos, de los que se creen que la suerte existe y dejan guiar sus vidas por otros.

Qué pena de los que se enfrascan en la tristeza y la melancolía, de los que no saben sonreír a las dificultades, de los que miran sin ver y oyen sin escuchar, de los que lanzan indirectas que se esfuman con el viento y acaban en vacío, de los que no tienen inquietudes y viven ignorantes, de los que piensan que la Tierra gira alrededor de ellos y de los que mienten sin tener remordimientos de consciencia.

Qué pena de los que no saltaron con los ojos cerrados, de los que necesitan ayuda pero no la piden, de los que hacen que el amor o la amistad no sea cosa de dos y de los que pretenden recibir sin dar, de los que nunca han bailado o reído bajo la lluvia, de los que alguna vez corrieron sin mirar atrás, de los que no saben soñar despiertos  y de los que no han fantaseado con utopías y quimeras.

Qué pena de los que nunca lloraron cuando terminaron de leer un libro, de los que no creen que la vida es música, de los que sólo restan pero jamás suman, de los que quieren ganar sin arriesgar, de los que convierten a las personas y a las relaciones en objetos de usar y tirar, de los que no sienten el arte como una prolongación de su consciencia y de los que piensan que la vida está compuesta de casualidades.

Qué pena de los que han leído esto y no se han identificado con nada".