lunes, 29 de julio de 2013

Amores incomprendidos.


(Recomendable que escuches el tema mientras lees la entrada)



Aún me parece mentira que ésta fuera la primera canción que saqué de oído cuando tenía once añitos. Por aquellos entonces sólo hacía un año desde que había empezado con el violín. Aquellos tiempos eran maravillosos. Mis padres estaban muy contentos por mi gran progreso con la música (he de admitir que tenía un talento asombroso y que, por desgracia, he ido perdiendo con el paso de los años). 
No creo en los errores, porque más que llamarlo errores los llamo enseñanzas. Tampoco considero que deba arrepentirme de nada ya que lo que hice en su momento tenía sus motivos y sus razones, aunque ahora, con el paso de las experiencias, puede que no lo comparta y como consecuencia no llegara a hacer lo mismo que antaño.
Hasta ahora la regla siempre se ha mantenido, contando, por supuesto, con su correspondiente excepción: el gran error, lo único de lo que llego a arrepentirme en mi corta vida es de no haberme metido en un conservatorio en el primer momento en que me lo dijeron: tenía los once años recién cumplidos, terminaba el primer trimestre académico y mis profesoras de violín y de solfeo me reunieron con mis padres para decirme que sin pensarlo me llevasen al conservatorio, que había nacido con el don de la música. 
Pero claro, ya crecía en mí una pequeña obsesión por los estudios que me hizo responder de una forma insensata: siempre que se acercaban las pruebas de acceso al conservatorio me echaba para atrás, con la excusa de que no iba a dar a basto. 
Siempre tan insegura. Es absurdo, ¿no? Cuando sientes que algo es tu vida, que ese algo es la razón de tu día a día, resulta absurdo decir que no vas a tener tiempo, porque en esas circunstancias el tiempo no importa.
Tampoco es malo, me supone un recuerdo verdaderamente hermoso. Y como tiene toda historia de amor, mi altibajo llegó antes de entrar en la universidad. Lo abandoné. Un año totalmente perdido. Ahora cada vez que lo pienso se me hace trizas el corazón. Pero sin embargo fue autorrevelador. Cuando lo retomé lo cogí con más ganas que nunca.
Eso de "tengo ganas de ti" es muy cierto cuando el instrumento de un músico se convierte en otra parte de su cuerpo, y de igual modo que como si le arrancaran un brazo, siente el dolor, siente la herida, y siente el desgarrarse de la piel, cuando le quitan su instrumento.
Cuando estoy serena me resulta curioso, y no sé si reírme de mí misma o considerar que es maravilloso: en los momentos más decaídos, y en los más felices, en los más pasionales, siento un deseo profundo y que me ahoga de estar con él. Sí, de abrazar a mi violín, con cuidado, como si él fuera el diario de todos mis secretos. 
Creo que es algo parecido, es quien siempre me escucha, y quien siempre me responde. Y nos contagiamos. Lo que yo siento suena a través de sus cuerdas y a medida que avanza la melodía me serena con su vitalidad.
Nunca he escrito sobre lo que siento por mí violín y por la música, porque lo considero altamente complicado y, sobre todo, altamente peligroso. Ahora estoy en un etapa de gran crecimiento musical y se acercan acontecimientos importantes. Y él me va a acompañar. Sí, es mi gran amor.


El saber que está ahí conmigo, 
para mí,
para siempre,
es el mejor sentimiento.
Es perfecto.
La música lo es.

Este dibujo me lo dedicó mi querido amigo Alexis Díaz


domingo, 14 de julio de 2013

Jugar y perecer.

A quién pretendes engañar.
Si te ocultas de la noche y huyes de la oscuridad, y la soledad, postrado en farolas fantasmas que acompañan la herrumbre y la falsedad de lo artificial, parpadeante como el deseo de alejarse con paso solemne hacia la lejanía del firmamento, y contrariado por la insulsa esperanza de volver a los claros felices de un pasado oxidado y ya olvidado.


A quién pretendes engañar. 
Si vives estafado por esa dulce y cruel esfera azul que nos prometió felicidad, buena abundancia y bienestar, asegurándonos en cambio piedras hirientes y pesadas, pozos de los que no tienen cuerdas colgadas que te ayuden a salir. Torturador de mentes y frustrador de sueños.


A quién pretendes engañar.
Si la belleza del horizonte te daña, y mirar hacia el brillo incandescente del gran ardiente te ciega. Si ves el sol pero no lo puedes mirar.

A quién pretendes engañar. 
Si solo eres capaz de engañarte a ti mismo y hacerte daño,  sufrir por el resto cuando el resto no sufrirá por ti. Si cada vez más permites que las palabras se suiciden en tu boca. Si no distingues el bien del mal ni sabes cuándo termina la noche y comienza el día.

A quién pretendes engañar.
Si siempre estuviste solo y los demás sólo eran una quimera de la sombra de lo que querías llegar a tener, trozos de miradas perdidas y sin camino, corrompiéndose paso a paso a medida que el tiempo decidía apartarlas de tu raíl. Borrosas y confusas, penetrantes y dolorosas, te dejan una vez más a la interperie de no saber qué sucederá.
Y al final, a lo lejos, ya no quedará nadie a quien puedas acudir. Al final, solo te queda la obligación de terminar y concluir con este juego al que algunos todavía llaman vida.