Incluso cuando ya sabía qué contestarle
prefirió sellar sus labios y dejarla abandonada en aquellas tristes y desiertas
calles. Todavía no era capaz de afrontar que aquellos días terminaban y
prefería arrancar el problema de cuajo, por la raíz, fría y calculadoramente.
No se paraba a pensar ni llegaba por asomo a ser consciente del sufrimiento que
le estaba suponiendo a ella experimentar esa desolación y decepción. Él no
había cumplido su promesa y a pesar de que ella le necesitaba, sentía que no
sería capaz de perdonarle nunca.
Empezaba a
lloviznar cuando ya estaban demasiado lejos el uno del otro. Caía la noche
cerrada, y la niebla comenzaba a abatir sus corazones.
A pesar de ello, aquel infame hastío no
duró demasiado tiempo. Parecía que amanecía un nuevo día, como si una nueva
vida se alzara ante sus ojos. Aquel escuálido renacer evacuaba cada uno de sus jocosos pensamientos. Embaucados por la fervorosa sensación de que lo peor estaba por
pasar, enjaularon sus almas y sentenciaron todos los recuerdos que aún
perduraban, y aquellos que la buena fortuna había prometido con ofrecer.
Pero sin embargo ya no quedaba nada más, ni habido ni por haber. Aquello era simplemente un punto y final. El cierre de un ciclo.
Aquella pesadilla les había hecho abrir los ojos, no tanto literalmente como sí de forma connotativa, de que lo que puede ir en plural sólo son las comas, los dos puntos. Los puntos y aparte.
¿Pero y los puntos finales? Ellos siempre han sido solitarios.
Sólo hay un único y frío punto final.
"Nadie recuerda un invierno tan frío como éste [...]". Ángel González.
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