En esos días impredecibles en los que la distancia me consumía las energías, ni siquiera era capaz de nombrarte, recordarte, ni de pensar en ti, en tu voz, tu risa o tu llanto. Ahora, para mantenerte conmigo en la lejanía puedo vestirme con tu ropa, echarme tu perfume, mirar tus fotos, y pensar que estás a mi lado. Abrazarme a la almohada, respirando profunda y tranquilamente.
A día de hoy puedo decir que tu voz, tu risa y tu llanto se funden con los míos, y no hay momento en el que no recuerde quien eras, quien soy gracias a ti, y en quien me convertiré con las líneas de pensamiento que supiste ofrecerme.
Porque aunque fuera fruta inmadura conocía las adversidades de la vida y sabía que lo que estaba por venir era un sinfín de desmotivaciones e infortunios, una malaventura desconocida e intempestiva. Poco a poco encontré tus huellas, secas y rajadas, por mi camino, mostrando un sendero alternativo. Mostrándome el sendero que inevitablemente me llevará un día hasta ti. El sendero de la vida y la muerte.
Espero despertar tarde o temprano de mi travesía extraviada, acercarme a tu antigua ventana y ver cómo miras mis pisadas posadas sobre las tuyas, sintiéndonos feliz por seguir formando parte de nuestra historia.
Gracias por darme la vida, devolverme los recuerdos y por creer en mí. Porque a pesar de que no estés a mi lado, no hemos perdido el tiempo. Y lo que es mejor, no nos hemos perdido el uno al otro.
Te quiero.
A mi padre (17/I/1956 - 12/V/2007)
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