viernes, 28 de diciembre de 2012

El mar en sus ojos.

Esa conversación tenía que haber acabado antes. A veces se le venía a la mente incluso que ni siquiera tenían que haberla empezado. Lo que comenzó con un juego se estaba convirtiendo en una ilusión denigrante. Las escenas se repetían en su cabeza y comenzaba a ahogarse en una ansiosa sensación de agonía y encarcelamiento. Las horas a veces ni siquiera pasaban, y cuando llegaba la hora de Morfeo aún seguía pareciendo de día, como si la luz nunca le abandonara. Era un estado tan metódico y caótico a la vez que daba lugar a la total confusión de motivos, causas y efectos. Parecía irresistiblemente cautivo el sigiloso sentimiento de mostrarse como alguien que no era ante la mirada de sus ajenos, y totalmente inconcebible la descuidada corazonada de que podría encontrar el mar en sus ojos, desnudarse y sentir la gélida corriente de agua rozando su tez, mientras por dentro su sangre se tornaba hacia la misma temperatura fría, quedándose aterido. Sentir como si pudiera fundirse en cualquier momento con la naturaleza, atado a esa sencilla impresión de que su cuerpo y su mente pertenecían a esos únicos y sendos ojos. Podría hundirse en esa mirada y esa voz, perderse con el fluido de sus palabras y sus paradojas, o con su risa, como si de una melodía de ensueño se tratara. Comenzaba a pensar que la pérdida de identidad que estaba sintiendo debía llegar a un fin, que la fusión a medio terminar acabaría perjudicando sus artes personales, y justificarse ante la intranquilidad le haría volverse inseguro e irreparablemente lunático. En aquel mismo lugar, a la hora de siempre, con la típica conversación convertida ya en tópico, y con el tiempo atmosférico sin acompañar, como de costumbre, se dio cuenta de que tenía que parar aquel bucle.
Parecía que el tiempo comenzaba a dar sus frutos, pero retornando a lo pasado supo que siempre volvería a encontrar el mar en sus ojos.
Simplemente tenía que escapar de todo aquello. Desaparecer. La cuestión era encontrar el momento oportuno para explicarle que su vida había concluido ahí. La sorpresa le vendría cuando se percatara de que su error había sido demasiado palpable. Para por aquel entonces ya no habría otros ojos que le miraran como los suyos. Ni otra voz que le sonara tan bella. Ni siquiera otro paisaje que estando tan castigado le resultara tan hermoso.

Sin embargo, nunca sería tarde.


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