domingo, 21 de junio de 2015

Uno y no más.

He de reconocer que no soy de las personas que piensan que la vida es corta. 
No sé si es corta o larga, no me paro a pensarlo, ni me paro a medirla en segundos, minutos ni horas, ni siquiera en momentos. 
Soy de las personas que viven los segundos, minutos, horas e incluso los momentos sin más: no los cuestiono, no los cuento, ni los evalúo. Sólo los vivo.

Eso sí, los vivo como si cada uno de ellos fuera el último. Como si ya no volviera a ver el sol al amanecer, o no volviera a probar unos labios que me hicieran perder la cabeza. Como si jamás volviera a recorrer las calles vacías en la profunda madrugada, cuando todo el mundo duerme y nadie más se preocupa por respirar.

Los vivo como si el mañana no existiera, como si temiera que fuera la última vez que respiro este aire impuro y corrompido, intentando exprimir cada sensación, cada emoción, cada sentimiento. Como si las estrellas fueran a desaparecer de un momento a otro del firmamento y mis ojos no pudieran acostumbrarse a tanta oscuridad y desolación. Como si el viento dejara de dibujar olas en el mar y mi cuerpo desnudo no pudiera disfrutar del vaivén de su libertad.

Los vivo como si fuera la última vez que escuchara a la brisa transportar la música de los pájaros y los árboles al bailar, como si no volviera a quedarme dormida a la intemperie en el césped mojado en plena noche de verano, como si mis pies estuvieran gritándome que van a dejar de caminar. 

Los vivo pensando que cada experiencia es única e irrepetible, efímera y pura. 
Los vivo como si me diera miedo dejar de hacerlo.



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